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INTERES GENERAL

2 de abril de 2015

La hermanita perdida

La tarde del 1 de abril de 1982 una versión sorprendente recorrió las redacciones de los grandes medios de prensa nacionales: la flota de mar había zarpado hacia el sur con la misión de invadir las islas Malvinas al día siguiente.

Incredulidad, asombro, entusiasmo patriótico fundado en la idea machacada por la escuela: “las Malvinas son argentinas”, temor ante una guerra inminente, dudas e incluso el frívolo “nos damos la piña con los ingleses” aparecieron entonces, mientras la población dormía tranquila porque no tenía ningún conocimiento de la iniciativa del gobierno (por entonces regía una censura estricta impuesta por la dictadura militar).

Todos estos estados de ánimo se reiterarían los días siguientes, cuando la invasión ya era un hecho ampliamente conocido por todos, y cuando algunos esperaban que los ingleses no hicieran nada por recuperar las islas, ahora en poder argentino, porque según decían ya no eran más que un viejo león enfermo que soñaba mientras dormía con su imperio de antaño.

Otros se volvieron súbitamente estrategas y conocedores de tácticas y armamentos, cosas que hasta el día anterior les habían sido totalmente extrañas, como les volverían a ser de nuevo en breve.
El clima de fervor era evidente, la movilización hasta ayer nomás rigurosamente prohibida era ahora favorecida sin límites porque no se refería sino a la patria, a las islas, a los piratas.

La gente, apaleada poco antes ante el más mínimo atisbo de resistencia o protesta al gobierno, identificadas entonces con la “subversión apátrida” corría por las calles haciendo ondear banderas argentinas, como había acontecido en 1978 cuando el mismo gobierno organizó el mundial de fútbol en nuestro país, el primero que ganó la Argentina.

De pronto reapareció un ideal nacional con toda su fuerza, pero nacional no significaba argentino, sino iberoamericano. Los países hermanos de la América hispana, subterránea o abiertamente enfrentados siempre con Inglaterra y los Estados Unidos, las grandes potencias imperialistas, se pusieron irrestrictamente a disposición de la Argentina, incluso Cuba, sin tomar en cuenta que el gobierno de nuestro país era una dictadura de derecha inspirada en los lineamientos para el Sur que había trazado Henry Kissinger.

Y ofrecieron armas y soldados a la Argentina, cuyo presidente, en el momento más alto de su gloria, dejó entrever qué significaba para él toda esta movilización: “les quité a los políticos todas sus banderas”.

Efectivamente, Leopoldo Fortunato Galtieri, un general alcohólico que gozaba de gran predicamento entre sus pares, como había sido antes el caso de Juan Carlos Onganía, tenía planes para perpetuarse en la presidencia y una guerra le pareció una buena manera de lograrlo.
Galtieri había visitado poco antes la patria de Kissinger, los Estados Unidos que él creía su aliado, y había sido saludado como “un general majestuoso”.

Recibió otros cumplidos e insinuaciones que le hicieron creer que en caso de invadir las Malvinas, el Norte estaría de su lado.
Sin duda sin quererlo, consiguió descubrir que el aliado natural de los Estados Unidos era Inglaterra, cosa que muchos argentinos se resistían a creer por entonces, y que su aliados naturales eran los países de la América hispana, que él sobrepasaba de un salto para llegar a Washington.

El 2 de abril de 1982 un importante número de efectivos militares argentinos movilizados mediante un sigiloso operativo con una fuerza naval integrada por el buque de desembarco Cabo San Antonio, el portaviones 25 de Mayo, los destructores Hércules y Santísima Trinidad, las corbetas Drumond y Granville, el rompehielos Irízar y el submarino Santa Fe, desembarcó por sorpresa en las Islas Malvinas.

Los argentinos lograron de manera deliberadamente incruenta para los habitantes de las islas la rendición de las autoridades británicas que encabeza su gobernador Rex Hunt luego de una fugaz resistencia que ocasionó una de las primeras bajas, la del capitán de la armada argentina Pedro Giachino.

Se trataba de la “Operación Rosario” planificada secretamente meses antes por el gobierno de Galtieri con la intención de poner fin al litigio por las Malvinas, iniciado cuando los ingleses las usurparon durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas.

En 1833 las islas Malvinas fueron ocupadas por el comandante John James Onslow al mando de la corbeta Clio en nombre de Inglaterra desalojando al capitan argentino José Pinedo, a cargo de la gobernación.

Tan pronto se produjo la invasión, se advirtió que el gobierno británico encabezado por Margaret Thatcher, primera ministra también alcohólica, no la consentiría ni tomaría muy en cuenta los intentos de mediación “pour la galerie” que hicieron los Estados Unidos, ni mucho menos los que hizo el Perú o la OEA.

Es decir, el gobierno argentino había cometido un error esencial en un punto clave de su estrategia: los ingleses, como en toda su historia, como luego en Iraq, vendrían por su presa, como cualquier depredador.

Los ingleses aprestaron en el puerto de Porthmouth una flota poderosa, integrada por 110 buques, 42 de guerra incluyendo portaaviones y submarinos, con 28.000 efectivos a bordo.

La flota llegó y el primero de Mayo comenzó el bombardeo sistemático de las posiciones argentinas desde el mar, con la gran masa de fuego de los buques modernos, y con el uso de aviones Sea Harrier modificados con tanques adicionales de combustible para aumentar su autonomía de vuelo.

Las acciones de un ejército profesional, dotado incluso de chalecos calefaccionados, contra otro mal armado y mal conducido, fueron favorables desde el comienzo a los ingleses, que cumplieron su misión a pesar de la resistencia heroica sobre todo de los pilotos de los aviones argentinos.

En el campo de batalla quedó evidenciada la trágica anarquía que afectaba las entrañas de un gobierno por otro lado dictatorial, al punto que fue el más criminal de toda la historia de nuestro país. No había una conducción de la guerra sino tres: la de la Armada, la de la Fuerza Aérea y la del Ejército, celosa una de la otra como si fueran potencias extrañas, faltos de coordinación y de preparación. Ya el cardenal Samoré, enviado por el papa Juan Pablo II años antes para mediar en el conflicto limítrofe con Chile, dijo tiempo después que su principal problema fue el gobierno argentino, que no era uno sino tres.

Cuando él quería conocer la opinión del gobierno argentino del “proceso” sobre un tema relacionado con su mediación, sólo obtenía de su interlocutor: “Mi fuerza piensa…”. Mi fuerza era el Ejercito, la Armada o la Fuerza Aérea, pero no el gobierno argentino, que no parecía tener una opinión que unificara las otras tres. Eso no ocurría con el gobierno chileno de Pinochet, tan dictatorial como el argentino. Y eso ocurrió también en las Malvinas.

El 10 de junio de 1982 terminó la última posibilidad del comando militar en las Malvinas de ejecutar un contraataque de envergadura por la retaguardia enemiga.

Planificado con efectivos propios disponibles en la isla y el refuerzo de una brigada aerotransportada desde Comodoro Rivadavia el plan fue finalmente desechado ante la falta de seguridad de contar con una adecuada cobertura aérea.

La suerte estaba echada. Las graves pérdidas ocasionadas por la Fuerza Aérea, horas antes, a las fuerzas de desembarco enemigas en Bahía Agradable, donde fueron alcanzadas la fragata Plymouth y los transportes de tropas Sir Galahad y Sir Tristán, no detuvieron el ímpetu de los británicos, que en ese momento tenían más barcos y más tropas que al principio.

El 14 de junio, quebradas las últimas líneas defensivas de la infantería que debió replegarse en medio de un desorden generalizado, se produjo la rendición de las fuerzas argentinas en Malvinas, formalizada por el goboernador Mario Benjamín Menéndez ante el general británico Jeremy Moore.

Había terminado la guerra, ondeaba otra vez en las Malvinas el pabellón colonial británico, centenares de muertos quedaban en las islas, caía el gobierno de Galtieri y se terminaban sus sueños de eternidad política sin siquiera “reelección indefinida”.

Les había quitado las banderas a los políticos, pero sólo para entregárselas a los ingleses de una manera que ha despertado sospechas incluso sobre si todo no estuvo preparado con connivencia del gobierno militar.

En el conflicto murieron 649 militares argentinos, 255 británicos y tres civiles “kelpers”.

Mientras Galtieri cayó y el proceso debió retirarse desordenadamente del poder político, sin dejar la sucesión que anhelaba, la guerra de las de Malvinas le permitió a la conservadora Thatcher lograr su reelección en 1983.

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